sábado, 29 de agosto de 2015

Crónicas de B. IV


Sobre la cama yacen tres vestidos aún con sus perchas, un cuarto los acompaña de inmediato. B se mira al espejo, no sabe qué ponerse. Ha descartado ir con pantalones, aunque en cierta medida le apetece, pero no se decide por ninguno de los vestidos que tiene. Desde luego no será uno demasiado corto, aunque aún hace buen tiempo no quiere darle a su ex el gusto. Desde luego tampoco uno largo, no quiere que se piense que la ocasión es especial. Duda, duda una y otra vez. Se siente tentada de preguntarle a su madre, pero no quiere que se piense que va a volver con él. Por esa misma razón ha rechazado la oferta de que la recogiese en casa, como hacía cuando estaban juntos. B quiere marcar distancias: mi casa, mi espacio. Han quedado directamente en el restaurante, pero si no se da prisa en escoger el vestido llegará tarde.

Se mira en el espejo, el pelo recogido en un moño, la marca del bikini que decolora su pubis y sus pechos. Sin saber qué ropa ponerse no se atreve a escoger la lencería. Finalmente se decanta por un vestido naranja con vuelo. La tela es lo suficientemente gruesa como para que no se noten las braguitas que sea que se ponga, porque aunque habitualmente escogería un tanga, hoy prefiere llevar algo más de tela. Eso y un sujetador sencillo, blanco, cuyas tirantas quedarán ocultas bajo el vestido. Coge también un chaleco fino por si  más tarde refrescase.

Tras peinarse y maquillarse discretamente se despide de su familia, su padre y sus hermanos están sentados en el salón viendo la tele. Su madre la acompaña hasta la puerta y le da, una vez más, los conocidos consejos. Le resulta increíble que tras tantos años esta mujer siga insistiendo en los mismos tópicos, pero es una especie de rutina, casi un ritual, que repiten cada vez. Antes de cruzar el umbral, B besa a su madre en la mejilla y se despide por última vez.

No han quedado muy lejos pero prefiere tomar un bus, son apenas un par de paradas y pese al hecho de vivir en un barrio tranquilo de clase media-alta, a B no le gusta andar sola por la calle. Hasta el momento no ha tenido más que un par de pequeños encontronazos con delincuentes que acabaron con un buen susto, una denuncia en la policía y comprando bolso y móvil nuevos, nuevas tarjetas y demás; pero en cualquier caso no puede sustraerse de las truculentas historias que le han contado durante años. Y no es que se trate de leyendas urbanas, conoce casos cercanos a ella que ido más allá del atraco.

Eso le sorprendió de Europa, allá por donde iba veía a la gente despreocupada y pronto ella misma se sintió como si le quitaran un peso de los hombros. El poder andar libremente por las calles, aún de noche, sola y sin miedo. Sus compañeras de clase españolas no lo entendían, pero para muchos otros americanos que ha conocido se trata de una sensación compartida.

Ya en el autobús vuelve a preguntarse por qué ha aceptado la invitación de su exnovio. La había llamado un par de días atrás, hacia semanas que no habían hablado, lo hicieron al volver ella a la ciudad, pero acabaron discutiendo. Sin embargo en esta última llamada él se había mostrado conciliador, había hablado de acabar como amigos, pues al fin y al cabo tenían muchos conocidos comunes e iban a coincidir en distintos sitios, por lo que sería bueno que al menos pudieran llevarse bien. B se había sorprendido con esa nueva actitud, contrastaba tremendamente con aquella persona llena de reproches con la que había cortado por teléfono hacía meses atrás o la que le había recriminado acabar con la relación un par de semanas atrás, mientras le quitaba importancia a sus infidelidades.

Aunque estaba algo recelosa y seguía dolida por la agresividad con la que la había tratado al volver, B esperaba que esa nueva actitud que había mostrado durante la última llamada fuera la nueva tónica dominante. Por lo pronto había aceptado aquella invitación a cenar. Cómo se desarrollase y lo que pasase a continuación aún estaba por ver.

Al llegar al restaurante él ya estaba esperándola en la puerta, otra cosa quizás, pero era puntual y no se molestaba por esperar un poco. B tenía otras cosas que reconocerle, como que era atractivo, y mucho. Pese a que B es alta él le saca un par de dedos, cuando estaban juntos no solía ponerse mucho tacón porque sabía que a él no le gustaba parecer más bajo que ella, pero con tacón bajo o zapato plano, se notaba la diferencia entre ambos a simple vista. Los ojos claros son otro de sus rasgos característicos, de un verde azulado que se aclaran hasta llegar a un color azul grisáceo según cómo les dé la luz. Y después está el gimnasio. Sin ser un loco del gimnasio suele ir a diario y eso se aprecia. Por un momento B se deja llevar y recuerda su torso desnudo. Le cuesta apartar la idea de su mente, no ha venido para eso.

Se saludan con un par de besos y él le abre la puerta. Lleva unos vaqueros oscuros, unos zapatos de lona y una camisa verde pálida con los dos últimos botones abiertos, las mangas subidas le marcan los bíceps. Al cuello lleva un cordón de cuero con cuentas blancas y negras que B le regaló hace un par de años. Ella no lleva ninguno de los regalos que él le hizo, pero se ha quedado con el olor del aftershave en las fosas nasales tras besarlo.

Ya conocía el restaurante, habían venido hacía un par de años y también fue ella otra vez con unas amigas. Sin llegar a ser lujoso es bastante elegante y tienen un menú que no es el típico que se puede encontrar en otros locales de la ciudad. Él se interesa por sus trabajos de tesis, por si podrá aprovechar lo que hizo en España a nivel académico. B no puede saber si le está preguntando por interés (algo que hasta el momento no había mostrado) o por quedar bien. Ella le pregunta por el trabajo, a lo que él responde con vaguedades y lugares comunes; no hay mucho que contar, insiste.

B ha pedido una cerveza, antes de irse a Europa no bebía mucha, pero allí se ha aficionado, aunque ahora la cerveza brasileña le parece que tiene un sabor muy suave, le apetece una bebida fresca. Su acompañante también, pero ahora le ofrece pedir una botella de vino para compartir durante la cena. B declina la oferta, no le apetece, pero el chico le insiste, “no voy a beberme yo sólo la botella”, le dice. Por la mente de B cruza la sospecha de que está tratando de emborracharla, y responde un poco airada:

- Si te apetece pedir vino, pídela. Yo voy a seguir bebiendo cerveza. Además, nadie te obliga a terminártela.
- Bueno, tienes razón, pero tampoco es para ponerse así.

B cae en la cuenta de que ha sido un tanto agresiva y pide perdón. No sabe muy bien por qué, pero le cuesta relajarse y tratar con su ex de forma natural. “Estoy a la defensiva y eso no es justo”, se dice, “él ha tenido la iniciativa de llamarme, dice que quiere que al menos nos podamos tratar como amigos, he de concederle el beneficio de la duda”.

Piden un par de platos para compartir, una ensalada con naranja y mango, una porción de quiché de salmón, piñones y espinacas, y una pieza de ternera con sal gorda. Durante la cena B habla de algunas de las ciudades que visitó en Europa, las preguntas del chico son oportunas y en un momento de la conversación, tras un pequeño silencio, le dice “me hubiera gustado estar allí  contigo”. Sí, a ella también le hubiese gustado, al menos en algunos momentos, al menos si no le hubiese recriminado el marcharse al otro lado del océano.

Quizás sean las dos cervezas que ya se ha tomado, pero tras volver del baño, mientras esperan los postres, B se siente relajada. Aún queda un tercio de la botella de vino, pero sólo hay una copa. B la rellena y le pregunta si pueden compartirla. “Naturalmente” responde ofreciéndosela. El vino, tinto, tiene un gusto ligeramente amargo, o quizás sea un recuerdo de la cerveza. Al devolver la copa a la mesa B ve la marca de sus labios en uno de los bordes de la copa y la marca de los labios del chico en el otro. Dos bocas separadas apenas por una copa de vino. O unidas, eso no lo sabe aún. B se pasa la lengua por los labios, saboreando los últimos restos del vino y mira de nuevo a su acompañante. Él sonríe… Dios cómo ha echado de menos esa sonrisa.

Tras los postres y un café salen a la calle. El aire del mar refresca la noche y B se pone el chalequito que ha traído. “Te invito a una copa”, le dice. Ella acepta y se agarra a su brazo mientras empiezan a caminar calle abajo. No hablan durante un rato. B nota el calor del cuerpo ajeno a través de la ropa, huele el perfume del hombre mezclado con el de la sal que transporta el aire. Inspira fuertemente, casi un suspiro. No quiere pensar en el mañana ni en el ayer. El aquí y ahora llenan toda su existencia en este momento. Acaricia el brazo del que se sujeta. Una vez amó a ese hombre, quizás aún siga amándolo, no lo sabe. Sólo sabe que en este preciso instante él llena todo su mundo.

El local al que van no está muy lleno, la música suena quizás demasiado alta, como para intentar llenar los huecos que los clientes no han llenado. B escucha, es el chico quien lleva ahora todo el peso de la conversación. Bueno, decir que escucha es quizás demasiado, piensa B para si misma. Sigue la conversación, prácticamente un soliloquio, con escasa atención, perdida en ensoñaciones interiores. Da un nuevo trago a la copa, pero apenas si se ha mojado los labios cuando la deja en la mesa, le quita el vaso al chico y lo pone junto al suyo. “Vámonos a casa” le dice, y tira de él hacia afuera del local.

Toman un taxi a la puerta del local, el trayecto no es muy largo, B y el chico se besan durante unos segundos, pero la chica se separa. Mira al muchacho y vuelve a acercarse a él, esta vez apoyando su cabeza en el hombro. “Te he echado de menos, le confiesa”. Se siente como si hubiese vuelto un año atrás en el tiempo. Plena en compañía de ese hombre, confiada, tranquila. No quiere pensar en las discusiones que una vez tuvieron, ni en las infidelidades mutuas o los reproches. Esta noche no.

Su cuerpo ya está anticipando lo que va a pasar. B no se ha acostado con nadie desde que volvió, su único escarceo fue con el desconocido en la facultad y se nota ansiosa ante la promesa que encierra el cuerpo de su pareja. Cruza una pierna sobre la otra y nota entre los muslos su propio sexo, el cual imagina ya húmedo, ávido.

Ya han llegado, pagan y se bajan del taxi cogidos de la mano. Ya en el ascensor se besan, el trayecto es corto, apenas cuatro plantas, pero B se abraza con fuerza y presiona su ingle contra la pierna del muchacho. Él le sujeta el culo y la atrae hacia si. Cuando la máquina se detiene tardan unos segundos en percatarse, no es hasta que la puerta vuelve a cerrarse cuando se separan.

El apartamento no ha cambiado lo más mínimo en estos meses. Parece sacado de un catálogo de decoración. B sabe que su acompañante se siente muy orgulloso de todo lo que contiene, para él es una muestra de su posición, de su buena economía. De lo que más orgulloso está es del gran televisor que cuelga de una de las paredes del salón, conectado a un sistema de sonido envolvente. Y lo segundo de lo que más orgulloso se muestra es de la cama que preside el dormitorio principal, inmensa, de dos por dos metros. A los pies de la cama B se quita los zapatos sin usar las manos, apoyando la punta de los dedos en el talón y empujando hacia afuera. Sus manos están ocupadas quitándole la camisa al chico. Lo hace sin desabrocharla, dándole la vuelta en el proceso. Ante ella queda el pecho depilado, joven, nervudo y bien definido, sin llegar a ser una masa musculosa. Ella le besa en medio del pecho, allá donde el esternón se hunde ligeramente, mientras él le saca el vestido por la cabeza. Parece sorprenderse de que B no lleve tanga, pero no dice nada. Desliza sus manos hacia abajo y le baja las bragas. B se queda solamente con el sujetador puesto, el chico la empuja con delicadeza sobre la cama y ella se deja caer sobre sus codos, contemplándolo. El chico se desabrocha el pantalón y se lo baja quedando completamente desnudo.

Frente a ella se levanta su pene, con las venas marcadas y el glande descubierto, brillante, terso. B nota la mano del chico en su nuca y sabe lo que se espera de ella, se arrodilla frente al joven y, de rodillas sobre su propio vestido, toma la polla en sus manos y la acerca a su boca. Primero recorre su extremo con la punta de la lengua, después desliza ésta hacia abajo y hacia arriba un par de veces y finalmente se la introduce. Acompaña el movimiento de su boca con el de la mano derecha, mientras que apoya la izquierda en la cadera del chico. Con la lengua sigue excitando el bálano mientras succiona. Sobre ella oye la respiración nasal del hombre, lo imagina con los ojos y la boca cerrados, entregado a ese momento de placer. La mano sobre su nuca comienza a ejercer una mayor presión, marcándole el ritmo a medida que la excitación del otro aumenta. Él baja la otra mano y la obliga a introducirse el pene hasta el fondo, lo que le provoca una pequeña arcada.

B se separa y el chico la coge de las axilas, levantándola y llevándola a la cama. La gira sobre las rodillas y B queda mirando hacia la pared, el chico la atrae hacia ella y B puede sentir el pene entrando y las manos que le sujetan las caderas. Está húmeda, está ansiosa y siente como el órgano se desliza fácilmente dentro de ella, activando sus puntos de placer. A él siempre le ha gustado esa postura, sabe que está de pie sobre el suelo de la habitación, quizás también pisando su vestido naranja, pero no le importa. Ahora sólo importa el sublime gozo que recorre su cuerpo en oleadas, desde su vientre hasta el final de cada una de sus terminaciones nerviosas. Con cada embate nota como el aire escapa de sus pulmones. B empuja hacia atrás con las rodillas, intentando acompasar sus caderas a las penetraciones a las que la somete el chico. El ritmo aumenta y a B le flaquean las rodillas. No solo es el ritmo, también es la fuerza, en la última embestida B casi no ha sido capaz de aguantar el equilibrio.

El chico masculla algo, la cadencia de arremetidas se ha vuelto irregular y B sabe lo que eso significa. Se revuelve entre las manos del joven, no quiere que esto acabe. Pero él la sostiene con fuerza y golpea sus caderas contra el culo de la chica con fuerza, mientras con las manos separa los glúteos, llegando así más adentro de ella. “No, todavía no” suplica B entre dientes. Pero es demasiado tarde, con un gorjeo ahogado siente como se derrama dentro de ella. La fuerza abandona el cuerpo del otro, que sin salir aún de su interior casi se ha detenido ya.

Se tumban juntos en la cama, B con el sujetador aún puesto, él totalmente desnudo. B siente frío y se acurruca junto a él. Aprieta fuertemente las piernas la una contra la otra y lleva una mano al sexo, ahora flácido, del muchacho. Él toma su mano y se la lleva al pecho, donde la retiene. B no ha llegado al orgasmo y nota como las ganas de sexo se van desvaneciendo dejando en su lugar una profunda insatisfacción. En ese momento vuelven a su mente su profesor, allá en España, siempre insaciable, siempre dispuesto a volver a ella, el desconocido en la facultad, que le dio placer sin esperar nada a cambio. Vienen también a su mente recuerdos de otras noches en compañía de quien comparte con ella la cama ahora, noches incompletas en las que eran sus propias manos las que, en silencio, terminaban la tarea. Hoy no tiene ganas, ya no tiene ganas. Se pregunta ahora qué esperaba, qué había visto esa noche en él que le había llevado a acompañarle hasta el apartamento.

- ¿Qué? ¿A que los españoles no follan tan bien, eh?
No puede creer que acabe de oír lo que acaba de oír, si no se encontrase tan abatida quizás se hubiera reído, pero prefiere callar.
- Estoy seguro de que habías echado esto también de menos.
“No insistas” quiere decirle, pero calla. Sabe que si dice lo que piensa comenzará una discusión y tampoco tiene ganas de darle la razón como a los locos. No está dispuesta a soportar ahora este tipo de pavoneos estériles, no después de semejante actuación.
- Pero cuéntame, ¿cómo son los hombres allí? Sé que te has acostados con otros, ¿con cuántos?
Esto es más de lo que B puede soportar, ahora le va a venir con celos o es que quiere medirse con quienes quiera que hayan compartido su cama. No, por ahí no está dispuesta a pasar.
- Creo que es mejor que me vaya. Ya te llamo mañana. – dice B mientras se levanta de la cama.
- ¿Pero ahora te vas a ir? ¿no prefieres pasar la noche aquí?
- No, gracias, pero no he dicho en casa que iba a dormir fuera y se preocuparán. - intenta quitar alguna de las arrugas que se han formado en el vestido naranja que ha quedado hecho un guiñapo después de tanto pisoteo. B termina de vestirse, recoge sus cosas, que están tiradas por el suelo y se vuelve para despedirse. El chico ha salido de la cama, aún desnudo, y la sujeta por la cintura para besarla en los labios. B acepta el beso, pero no lo devuelve. Las lágrimas le queman en los ojos pujando por salir.

Sale de la casa y en lugar de tomar el ascensor opta por bajar por las escaleras. Busca su teléfono en el bolso y llama a la compañía de taxis. Conoce perfectamente la dirección a la que tienen que mandar el vehículo, no es la primera vez que hace esto. El edificio está rodeado por una zona ajardinada y cercada con un muro de ladrillo de más de dos metros sobre cuyo interior se apoyan matas con flores olorosas. B se queda dentro de la zona cercada, tan pegada al muro como las plantas le permiten, semioculta en las sombras. Desde donde está puede ver llegar al taxi, pero no se la puede ver a ella desde la calle. Pasan apenas unos minutos cuando el vehículo se detiene frente a la cancela de entrada. B se monta al punto, saluda y da la dirección de su casa al taxista, un hombre de la edad de su padre, pero bastante sobrado de kilos.

El coche avanza como una flecha por las calles desiertas de la ciudad. Al cruzar el puente tendido justo a la desembocadura del río, B mira hacia el mar. Una negritud casi absoluta se traga su mirada. Las luces de la ciudad han eliminado el brillo de las estrellas, y sólo unas pocas titilan levemente. B vacía su mente de todo pensamiento, pero en su pecho el nudo que se ha ido formando en los últimos minutos amenaza con ahogarla.

Cuando finalmente llega a su casa, paga y baja rápidamente. Está ansiosa por entrar, por refugiarse en su cuarto. La espera del ascensor se le hace interminable, la subida, eterna. Finalmente llega y ante la puerta, se obliga a calmarse; abre con sigilo y cierra despacio tras de si. Todos duermen y no quiere despertar a nadie. Casi de puntillas entra en el baño y se sienta en el váter. Al sentarse para orinar descubre que no lleva ropa interior, ha debido de dejarse las bragas en el otro apartamento y ha hecho todo el trayecto en el taxi sin nada bajo el vestido. El nudo que le oprimía el pecho sube ahora hasta la garganta y B tiene que tragar saliva para no romper a llorar.

Cuando entra en su dormitorio se desviste rápidamente y se pone el pijama. Se mete en la cama y se acurruca como si fuera un bebé, con las rodillas contra el pecho, de espaldas a la puerta. Se siente cansada, muy cansada, y decepcionada consigo misma más que con él. De él nada me esperaba, se dice para sus adentros, pero había creído ser más fuerte, más independiente. Se siente débil por haberse sentido completa solamente cuando ha estado con él, por no ser capaz de imponerse a sus deseos, de no decirse a si misma “esto no es lo que te conviene” y actuar en consecuencia. Se siente estúpida por creer que todo podría volver a ser de color de rosa, si acaso alguna vez lo fue. Se siente vacía y teme no poder llenar ese vacío sola. Y finalmente rompe a llorar. Lo hace en silencio, notando como las lágrimas le recorren el rostro y mojan la almohada. Se las limpia con una mano y prueba su sabor con la punta de la lengua. Le saben a soledad. Finalmente B se duerme acunada por su propio llanto cuando por la ventana rayan los primeros rayos del sol.

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